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No Soy Pilonga

Murió Agustín de Rojas

No fui su amiga, nunca entablé siquiera un dialogo efímero con él, de todos sus libros solo me he leído El Publicano, que llegó a mis manos gracias a un amigo, bondad que le agradezco porque me resultó fascinante. Reconozco que lo he repasado en varias ocasiones.

   La noticia de su muerte me sorprendió, me parecía que el día anterior lo había visto en la cafetería de enfrente a mi trabajo tomando café y charlando animadamente con amigos y conocidos.

   Aunque no acostumbro a publicar en mi página escritos de otros, en esta ocasión coloco textos de quienes le conocieron, crónicas cargadas de amor y dolor, y que además llevan implícita la candidez del duelo ante la partida un artista que nunca se aleja.

 

 DIOS MIO, AGUSTÍN HA MUERTO

 

 Dios mió, ha muerto Agustín de Roja ¿Ha muerto o fue abducido?

   Guardo, por suerte, el original de El publicano y aquella carta que me entregó para que publicara postmorten por si le tiraban un carro encima para matarlo como él creía.

   Llegué a creer que él se creía, que no «filmaba» como muchos decían.

   Agustín creyó que era la hora de irse y se fue, tal vez a otra galaxia,  a otro estadio del tiempo-.

Salve Agustín

 

Alexis Castañeda Pérez de Alejo

 

 

 

 DIOS LO ACOJA A SU DERECHA

 Acaba de morir Agustín de Rojas (Santa Clara, 1949) y aún no me lo creo. Yo que me acostumbré a que saliera a mi paso como un fantasma, por cualquiera de las cuatro esquinas del parque Vidal de Santa Clara, con una nueva historia tan fantástica e imaginativa como las que dejó escritas (Espiral, 1980, Una leyenda del futuro, 1985, El año 200, 1990 y El Publicano, 1997) no me lo imagino ido hacia sabe Dios cuál de los cielos.

   Porque lo cierto es que nadie tendrá hoy la certeza de su paradero porque para él no hubo otro trono que el que le reservamos los amigos, no hubo ciudad, ni verdad, ni pasado, ni presente semejante a los del mundo real, que es al final el único que conocíamos.

   Él creyó más en esa otra estancia y por eso anduvo sin remilgos de que se le creyera o no de sitio en sitio,  en espacios reales e inventados, contando historias como un juglar de ciudad. Anunció huracanes y tempestades y aguas crecidas y dijo lo que uno nunca hubiera dicho y lo que soñó la noche anterior al encuentro y lo contó como suceso cierto.

   Yo que lo conocí de niño cuando él era entonces tan solo el hijo de Nenita Anido, la entrañable amiga de mi madre, que luego lo reencontré como el primer escritor que conocía personalmente y que finalmente me acompañó, con sus apariciones, en todos estos años, no sabría decir cómo acostumbrarnos a su ausencia.

   Cómo decirle ahora a mi madre que no podrá volverse a sentar en un banco del parque, bajo la sombra del poderoso sol de las tardes, a escucharse uno al otro esas historias que solo ambos darían por ciertas.

   A quién le muestro ahora el telegrama que conservo y que él me enviara a Matanzas en el difícil año ochenta y ocho: Condeno vil agresión, reciban toda mi solidaridad y amistad, Agustín, para que me crea que lo tengo guardado como una de esas flores que se conservan dentro de un libro.

   Y tuvo razón en utilizar las palabras vil, agresión, solidaridad y amistad. Yo le aseguré varias veces que conservaba aquel telegrama como una prueba irrebatible de su lealtad a la amistad. Y él sonrió con esa picardía que tardaré en olvidar como uno de los gestos más ingenuos con que pueda un amigo encubrir su bondad.

   Capaz que sea esta la última vez que lo cuente. En los años ochenta visitaba a Agustín en el barrio de El Condado, donde vivía en una modesta casita que tenía una pequeña sala donde había una mesa de madera vasta y encima una máquina de escribir. Al lado un pequeño escaparate en cuyo techo se subían sus dos hijas, entonces muy pequeñas, para lanzarse al suelo donde las esperaba una colchoneta bien extendida. Agustín escribía mientras conversaba conmigo y a la vez mientras las hijas se lanzaban al piso, una y otra vez. Por mucho tiempo creí que para escribir una novela era necesario tener dos hijas que no le temieran al peligro, una mesa y una máquina de escribir.          

   Ha muerto el hijo de Nenita Anido, el escritor de novelas que le hicieron ganar amigos, lectores y premios como el Premio David de la Uneac, en el año ochenta y el Premio Dulce María Loynaz en el mil novecientos noventa y siete. Ha muerto quien quiso ser un personaje y logró que todos certificáramos como cierta su existencia.

 

Arístides Vega Chapú, en la noche del domingo once de septiembre del dos mil once

 

 

Y SIENTO MÁS TU MUERTE QUE MI VIDA...

Aunque Agustín de Rojas y yo somos de la misma edad, su eternidad llegó primero que la mía, no porque haya muerto, sino porque su obra ha viajado más lejos y en ella el tiempo tiene más peso específico. Su obra digo, que merece mayor reconocimiento.

   No fuimos grandes amigos. Tampoco enemigos. Discrepamos mucho, eso sí, desde aquel lejano 1980 en que se apareció en el taller literario “Juan Oscar Alvarado” con el manuscrito de Espiral, novela con la que ganaría el premio David de ese mismo año.

 Agustín abogaba por una poesía que alejara los pies de la tierra mientras yo exigía lo contrario. Ambos ganados por la gran discusión literaria de la época: una poesía de circunstancias versus otra de esencias. Aún ignoro si ambos teníamos razón o en qué por ciento los dos nos equivocábamos.

Pero… ¿saben cómo terminaban aquellas “enconadas” discusiones? Pues con la lectura de las “Actas del taller” que Agustín se esmeraba en redactar, verdaderas joyas de la ironía socarrona que lo caracterizó y tanto nos hizo reír, o rabiar, como mismo lo hicieron sus infinitas cartas donde, ajedrecista hasta el final, ponía numerosas trampas sofísticas a sus interlocutores para agarrarlos fuera de base y comerles la dama o darle jaque mate al peón más simple.

   Tiene razón Arístides Vega, se nos va un niño travieso: aquel que se propuso demostrarle a Pablo René Estévez que la Estética no es una ciencia y para ello hiló una larga longaniza de ejemplos que ningún doctor pudo rebatir con el mismo ingenio que él derrochó en sus devaluaciones.

   Aquel debate, que despertó un interés desmesurado, condujo a su más controvertido libro, del cual fui editor. Catarsis y sociedad (Ediciones Capiro, 1993) en su recorrido editorial tuvo un final parecido al de la fiesta del Guatao, primero por la bronca en torno los honorarios —que me ganó— y, finalmente, por la polémica con Jorge Ángel Hernández y Omar Valiño, vertida en las páginas del suplemento Huella.

   En nuestra relación profesional nunca olvidaré cuando Agustín preparaba con esmero y puntualidad para el propio suplemento Huella (en su primera etapa, cuando yo era jefe de redacción) aquellas traducciones de Asimov que tanta suspicacia despertaron en quienes “analizaban” la publicación. Fue a pedido mío que las hizo y ahí están; quien las busque y las lea sabrá que se trataba de textos sumamente inocentes, pero inquietantes para aquellos finales de los 80’s.

   Juntos trabajamos en la fundación del Centro Provincial del Libro y la Literatura y de la Editorial Capiro, en 1990. Él como director del Centro y yo como Jefe del departamento de Literatura. Nunca nos llevamos mejor. Nunca me puso trabas, sino que luchó codo con codo conmigo para que la editorial no naciera torcida. Mucho se le debe a Agustín en ese sentido. No obstante, el detalle gracioso fueron sus consejos de dirección, que duraban dos y tres días y podían ser interrumpidos por un chofer con una pieza harta de grasa en la mano para que Agustín le dijera donde arreglarla, o por el jefe de almacén, que entraba súbito a comunicarle que tenía que despachar los libros y el ayudante estaba perdido, o por El Chino, jefe de servicios, para informarle que no había triciclo para buscar el almuerzo. Era algo desesperante, porque la cadena de imprevistos se ventilaba a la par del consejo, sin censura ni limitaciones para acceder al despacho del “director”. Desesperante, pero gracioso por lo inusitado.

   Ahora me viene a la mente aquella jornada de locura de 1993, cuando en el encuentro debate provincial de talleres literarios, que tuvo por sede el preuniversitario en el campo de La Carranchola, en Manicaragua, Agustín disfrutaba apaciblemente la lectura de no sé qué ensayo, totalmente transportado hacia el nirvana, con las orejas pegadas a las bocinas de audio mientras estas ladraban con más decibeles que cien Berjovinas “El baile del perrito” (magistralmente bailado por Barreto, el de Falcón), quizás en un impresionante alarde guinnes de lector inmune a las catástrofes del éter.

   Agustín fue también agricultor, allá por 1994, de una finca redonda (nunca he visto nada parecido) abierta pico y guataca en el marabú colindante a su apartamento de Virginia, donde sembró dos matas de frijoles, tres de yuca, una de tomate, cuatro o cinco de ajíes, y de donde —me dijo— extraería la cosecha del año. Él guataqueaba —no es una exageración— con una guataca cuyo cabo había asegurado con una cuña del mismo palo, razón por la cual se le desencababa constantemente; seguramente todos recuerdan que no hay peor cuña que la del mismo palo, y él lo sabía, pero le daba igual. Donois Arrechea, que me acompañó en la visita a la que también acudió Lorgio Batard, le cambió la cuña por una de otra especie maderable, y cuando Agustín vio que había quedado firme, concluyó, con su gesto más común” Ahhhh, ahora no tengo pretexto para parar cada cinco minutos”. Mirta y las hijas cargaban el agua, en latas de cinco galones, de una cañada adyacente y todos se veían contagiados por la alegría de la posible vendimia. Esa era, seguramente, una de las virtudes de Agustín: involucrar a sus seres queridos en sus deliciosas locuras. De la cría de pollitos de a peso no hablo, porque esa aventura terminó muy rápido, diezmadas las avecillas por la avitaminosis, para dolor de toda la familia y graciosas sesiones de autoburla, a posteriori, de Agustín.

   Y cómo olvidar aquella polémica que desde el Club del Poste sostuvimos con Agustín, cuando estuvo en desacuerdo con un artículo mío y la sección humorística que tenía el Club en la revista Umbral. Fue un duro cruce de palabras, pero al final nuestro ido y querido Agustín —ajedrecista hasta el final, ya lo dije— inclinó el rey y felicitó al que adivinó autor de las más agudas respuestas: Yamil Díaz.

   Hoy, lejos como estoy de la Patria —lejos pero no distante—, con la certeza de amarla más que nunca y los recuerdos quizás dulcificados por la grandeza que la propia lejanía pone de manifiesto, lamento no haber abrazado más fuertemente y con devoción a ese gran hombre que fue Agustín de Rojas, no haber sido más su amigo, no haberle regalado más sonrisas.

   En los últimos tiempos, ignoro por qué, le dio por elogiarme; lo hacía con mis hijos, a quienes les decía: “siéntanse orgullosos de su padre”. No sé si entendí adecuadamente aquella señal, creo que no la reciproqué como merecía. Y lo lamento profundamente. Pero ya no tengo posibilidad de repararlo.

   No obstante, por si sirve de algo, lo digo sin pudor, casi con lágrimas: esta muerte me ha dolido tanto, queridos compatriotas de la Patria Grande y de la Patria Chica, “que por doler, me duele hasta el aliento”.Ojala la eternidad te resulte más habitable y generosa, maestro. Ojala mi abrazo póstumo te alcance.

Ricardo Riverón Rojas.

México D.F. 12 de septiembre de 2011, 4.48 p.m.

 

POR AGUSTÍN

 Nunca pensé que Agustín moriría. Le había reservado un espacio, un lugar, donde siempre pensé que existiría, como el robot de Asimov. Hace poco, muy poco, hablé con alguien y salió a relucir Aguistín. y ahora me golpea la noticia.

   No, no creo que haya muerto. Ese Agustín nos está mirando con su sonrisa pícara por alguna hendija del espacio-tiempo, en alguna dimensión perdida donde quizás, ahora, encarna a algún hidalgo caballero, que bien enjuta su figura llevaba.

   No, señores, Agustín anda por ahí. Cualquier noche de estas, cuando Marte bien destelle, lléguese usted por el parque Vidal y no se asombre al verlo de lejos conversando y gesticulando, hilvanando historias que, de tanto creérselas él mismo, era capaz de hacérselas creer a los demás.

   No te preocupes, Agustín, que por ahí nos volveremos a ver. Recuerda que ya me hiciste el cuento aquel de los lagartos venusinos.

Un abrazo, amigo.

Nos vemos.

 

                                                    F. Mond

 

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