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La noche que Seido olvidó llorar

La noche que Seido olvidó llorar

Las lágrimas de Seido Rojas se las llevó el mar. Desde el nueve de noviembre de 1932 cuando llora lo hace muy dentro. Allí, en un lugarcito donde solo él registra, están acomodados sus recuerdos y sollozos envueltos en las olas del ciclón que destruyó Santa Cruz del Sur.
Huérfano y sin familia creció junto a un tio y primos paternos. En su nueva casa estudió y se hizo un hombre de bien. 
Con 22 años vivía y trabajaba en Santa Clara donde  conformó su familia compuesta por cinco hijos, 11 nietos y 12 bisnietos. 
Sin embargo, cada año en la época de ciclones Seido se impacienta. La desesperación de algunas personas ante la amenaza de los huracanes lo alteran mucho, revive lo que le pasó, siente el crujir de las maderas y recuerda el fuerte olor del salitre.
“Aquel día habían anunciado ciclón, estábamos acostumbrados a ver subir las aguas y aprovechábamos el momento  para navegar por el pueblo en chalupas. Era casi una fiesta,rememora el anciano de 86 años, sobreviviente de la mayor catástrofe natural de Cuba.
Seido tenía 10 años y vivía frente al mar con sus padres y dos hermanos, uno tres años mayor y la hembra de solo cinco. Esa noche fue con su papá a casa de un vecino para escuchar por la radio las últimas noticias. No hay por qué preocuparse, aseguró el padre en el camino de regreso.
En su remembranza menciona que a medida que pasaban las horas aumentaba el sonido del aire batiendo las uvas caletas que tenían en el patio, y aún le parece escuchar el crujir de las maderas.
“No dormí bien, a cada rato me despertaba por el ruido. Recuerdo el sonido del mar, era diferente, molestaba. El agua ya llegaba a los cuartos y tenía una altura que preocupó a mis papas, por eso nos levantaron y vistieron”, relata.
La memoria le alcanza para reconstruir con los más ínfimos detalles la batalla contra la corriente para poner a los hijos a buen recaudo, fuera de la vivienda, porque ya amenazaban con caer parte del techo y algunas paredes.
Los restos de una casa atraparon a los padres y cuando intentó ayudarlos lo empujó el oleaje. Ilustra en su narración como daba ánimo a su hermano, muy temeroso del mar, y no olvida la atención y cuidado a la pequeña.
   La corriente volcó el frágil soporte en el que se sostenían y se perdieron en el amasijo de lodo, maderos y objetos flotantes. Pensó que se iba a ahogar, al fin con un gran esfuerzo salió a la superficie pero no encontró a nadie.
   No sabe cuantas horas fueron, ni las veces que creyó morir. Al fin pudo poner los pies sobre la tierra, estaba en un lugar desconocido. Le reconfortó escuchar voces, y andando llegó hasta una vaquería donde se apilaban otros vecinos.
  Allí, con la inocencia propia de la edad, preguntó si habían visto a sus familiares. El candor de la niñez le permitió dormir con la esperanza de reencontrarse con los suyos al amanecer cuando regresara al pueblo.
   “Ya de día miré para Santa Cruz con la ilusión de ver mi casa, no había nada, solo horcones, el llanto me ahogó, me sentí muy solo, y lloré en silencio hasta quedarme sin lágrimas”, concluye con voz entrecortada y un temblor en las manos. Siente la misma opresión en el corazón.
    Luego de más de 70 años Seido llora, sus ojos ancianos se nublan con el pesar y el recuerdo. Hoy un ciclón con nombre de ave reedita el momento de su vida que quedó solo, el día en que con las lágrimas se fue la frescura de su niñez.

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Anónimo -

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